El Peso de Ser la Mejor

El Peso de Ser la Mejor

(Tomado de un diario secreto 23/ene/2018)

Una de las cosas que con el tiempo llegué a comprender es que ser la mejor estudiante no siempre es lo mejor. Se gana una buena reputación, sí, pero ¿qué significa eso realmente para el futuro?

Desde niña, solía ocupar siempre los primeros puestos en la escuela, alternando entre el primer y segundo lugar. Sin embargo, si quiero contar esta historia correctamente, debo retroceder un poco más, específicamente a cuando inicié la primaria. Al principio, me costaba mucho estudiar. No es que no me gustara del todo, o tal vez simplemente no me interesaba, ya ni siquiera lo recuerdo con certeza. Lo que sí tengo muy claro es que mis padres fueron bastante estrictos conmigo, y en ese entonces, obedecerles no era algo que se me diera con facilidad. Debo admitirlo: era una niña rebelde. Y aunque en ese momento no lo entendía, hoy sé que si no me hubieran puesto límites con firmeza, no sé en qué clase de persona me habría convertido.

Pero claro, los regaños y castigos constantes no eran algo que disfrutara. En algún momento me cansé de esa dinámica y decidí que lo mejor era hacer las cosas bien. Fue entonces cuando el estudio comenzó a gustarme, y poco a poco me convertí en una estudiante destacada, hasta llegar a ser la mejor. Todos reconocían que era inteligente y dedicada, pero, sin darme cuenta, empecé a definir mi vida por mis logros académicos. Creía que mi valor dependía de mis calificaciones. Afortunadamente, con el tiempo y gracias a ciertas experiencias que viví durante la adolescencia, comprendí que no era así. Creo que ya he hablado de eso antes, y si no, tendré que escribirlo en otra ocasión.

A pesar de todo, continué mis estudios con la misma mentalidad y pasé al bachillerato. Mis notas seguían siendo las mejores, y siempre buscaba estar en el primer puesto. Sin embargo, no estudié en un solo colegio, sino que a lo largo de los años cambié varias veces de institución. Si en el primer período no lograba estar en los primeros lugares, me esforzaba el doble hasta conseguirlo. Era competitiva y deseaba superar a todos, incluso si era la chica nueva. Y lo conseguía. Solo hubo una ocasión en la que permanecí casi dos años en el segundo lugar. Fue un tiempo complicado porque sentía que estaba muy cerca de alcanzar mi objetivo, pero antes de lograrlo, tuve que cambiar nuevamente de escuela.

Siempre me esforcé, creyendo erróneamente que los mejores estudiantes eran los que lograrían cosas grandes en el futuro. Pero con el tiempo me di cuenta de que eso no era del todo cierto.

Cuando llegué a la universidad, repetí el mismo patrón: me esforzaba al máximo y lograba ocupar el primer puesto casi todos los semestres. Allí, el esfuerzo era aún mayor, gracias a ello obtuve becas y nunca tuve que endeudarme para pagar mis estudios. Sin embargo, también enfrenté consecuencias: mi salud se resintió. Llegó un punto en el que me sentía completamente agotada, especialmente cuando ya casi estaba por terminar la carrera. Fue entonces cuando decidí darme un respiro. No aplazé materias ni dejé de estudiar, pero sí bajé el ritmo. Me permití hacer solo lo necesario, sin exigirme más de la cuenta.

Durante ese tiempo, me dediqué a leer historias y libros que me abrieron los ojos. Descubrí que muchas de las personas más exitosas del mundo no fueron los mejores estudiantes. De hecho, algunos de ellos ni siquiera destacaron académicamente y, en ciertos casos, fueron considerados los peores de su clase. Aun así, lograron triunfar porque no se rindieron y lucharon por alcanzar sus sueños.

Al reflexionar sobre esto, sentí una mezcla de emociones. Por un lado, me decepcioné de mi propia vida, pensando que tal vez no lograría nada extraordinario. Pero por otro, albergué una esperanza: si Dios me permitió conocer estas historias en ese momento, tal vez tenía algo preparado para mí. Aunque no sabía cómo conseguirlo, esa idea se quedó en mi corazón.

Siempre había creído que mi recompensa sería el descanso y la estabilidad económica, pero una experiencia en la universidad cambió mi perspectiva. Conocí a una profesora que, a pesar de haber sido la mejor estudiante, parecía vivir en un estado de preocupación constante. Era una mujer joven, casada, con hijos, pero siempre estaba corriendo de un lado a otro, sin detenerse nunca. En ese momento, me vi reflejada en ella y sentí una gran decepción. No quería que mi vida se convirtiera en una lucha interminable por alcanzar un éxito que nunca parecía suficiente. Estuve a punto de dejar mi carrera, pero al final decidí continuar. Sin embargo, tomé una decisión: ya no me obsesionaría con ser la mejor estudiante, lo tomaría con más calma.

Cambiar un hábito tan arraigado no fue fácil, pero el tiempo me llevó a conocer a otra profesora que marcó mi vida de una manera muy distinta. Ella era mucho mayor que yo, pero se convirtió en una especie de mentora y amiga. Con ella aprendí que el esfuerzo y la dedicación son importantes, pero también lo es disfrutar del proceso. Comprendí que la felicidad no está en los logros, sino en cómo vivimos cada etapa del camino. Además, me enseñó algo fundamental: nunca olvidar lo que realmente importa. Dios, la familia, los amigos y el bienestar personal deben estar por encima de cualquier reconocimiento académico o profesional.

Hoy, sigo amando el estudio, no porque quiera demostrar algo, sino porque realmente disfruto aprender. Si pudiera dar un consejo a quienes están en este camino, sería este: estudien, esfuércense, pero no midan su vida por sus calificaciones. Encuentren la felicidad en lo que hacen y recuerden que el éxito no se mide por la fama o los premios, sino por la paz y la alegría con las que vivimos cada día.



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