Aprendiendo a Renunciar por Amor.
Aprendiendo a Renunciar por Amor
Cuando era una niña y acepté a Cristo en mi corazón, nació en mí un anhelo profundo: deseaba que Él me llevara a vivir lejos de todo, en un bosque o en las montañas, en una cabaña solitaria. Imaginaba una vida tranquila, rodeada de naturaleza, acompañada únicamente por mis libros y la presencia constante de Dios. Soñaba con bajar de vez en cuando al pueblo o a la ciudad, solo para conseguir provisiones o visitar brevemente a mi familia y amigos, pero luego regresar a mi refugio, donde pasaría la mayor parte del tiempo a solas con Él. Era una idea que me llenaba de paz. Sin embargo, desde el primer momento en que ese deseo nació en mi corazón, supe que no era lo que Dios quería para mí.
A pesar de entenderlo, durante muchos años conservé la esperanza de que, tal vez algún día, ese anhelo se hiciera realidad. Me aferraba a la idea, como si fuera un pequeño rincón de consuelo en medio del mundo. También guardaba otro deseo: morir joven. Con el tiempo, he comprendido que probablemente tampoco sucederá, aunque reconozco que solo Dios tiene la última palabra.
Hoy, mientras meditaba en todo esto, Dios comenzó a trabajar una vez más en mi corazón. Me trajo a la mente la historia de Jonás, específicamente el capítulo 4 de su libro. Después de predicar en Nínive, Jonás se alejó y se sentó a observar desde lo alto, esperando ver la destrucción de la ciudad. Pero esa destrucción no llegó, porque el pueblo se arrepintió y Dios mostró misericordia. Me vi reflejada en Jonás. Me dolió darme cuenta de que, en muchos sentidos, estaba actuando igual. Había momentos en que me desinteresaba por los demás, por la gente a la que Dios ama profundamente, tanto que envió a su Hijo a morir por ellos.
Dios me hizo entender que, si verdaderamente le amo, y si mi vida le pertenece, entonces debo aprender a desear lo que Él desea para mí. Porque sus planes no solo son más sabios que los míos, sino que siempre buscan lo mejor, no solo para mí, sino para muchos más a través de mí. Si de verdad quiero agradarle, debo permitir que su amor fluya por medio de mí hacia otros.
El llamado de Dios no es solo al aislamiento, sino al amor práctico, a compartir su gracia, a mostrar su salvación a quienes aún no la conocen. Él quiere que todos lo conozcan, que lo amen, que lo reverencien. Ese es su mayor deseo. Y si yo le pertenezco, entonces ese debe ser también el mío.
Oro para que, con su ayuda, mi corazón aprenda a latir al ritmo del suyo. Quiero parecerme a Él, no solo en palabras, sino en acciones. Que mi vida no se guarde para mí misma, sino que sea una luz que guíe a otros hacia el abrazo eterno del Padre. Porque amar a Dios verdaderamente también es amar a quienes Él ama.
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