Aceptados… pero, ¿fieles?
Aceptados… pero, ¿fieles?
Esta semana quedé profundamente pensativa después de escuchar una prédica. No entraré en todos los detalles, pero quiero compartir aquello que más me impactó y que ha estado rondando en mi mente desde entonces. El predicador mencionó que, en el tiempo de los apóstoles, los cristianos eran vistos como verdaderos alborotadores del mundo. Eran percibidos como una amenaza al orden establecido, y por eso las personas de aquella época los odiaban intensamente. Buscaban callarlos a toda costa e incluso, si era posible, matarlos. Fue en ese contexto que se les empezó a llamar “cristianos”, un nombre que servía para identificarlos claramente como aquellos que predicaban a Cristo sin temor.
Al reflexionar sobre esto, pensé en lo mucho que ha cambiado la percepción del cristianismo con el paso de los siglos. Hoy en día, en muchos lugares, los cristianos son bien aceptados, incluso apreciados. Es común escuchar a personas que, sin necesariamente compartir nuestra fe, expresan su deseo de que sus líderes políticos, sociales o comunitarios sean cristianos, porque nos consideran “gente de bien”. Y claro, en sí mismo, esto no es algo malo; es bueno que se nos reconozca por nuestro buen testimonio.
Sin embargo, el peligro aparece cuando esa aceptación viene, no porque vivamos conforme a los principios del Evangelio, sino porque nos hemos vuelto demasiado parecidos al mundo. Si el mundo no nos rechaza como lo hizo en el pasado, puede que no sea porque hemos logrado un equilibrio sano, sino porque ya no representamos un contraste tan claro con su forma de vivir. Es como si hubiéramos dejado de ser “luz que incomoda a las tinieblas” para convertirnos en un reflejo apagado que apenas se distingue.
Si seguimos por ese camino, estaremos en un grave problema. Jesús no nos llamó a ser aceptados por todos, sino a predicar la verdad con amor, aunque esa verdad incomode. Tenemos la bendición de vivir en una época y en lugares donde la libertad de expresión y de fe nos permite hablar de Cristo sin el temor constante de perder la vida. Pero esa libertad no debe llevarnos a la pasividad, sino a un compromiso mayor. Debemos aprovechar esta oportunidad para anunciar el Evangelio con valentía, aun si eso significa que el mundo vuelva a mirarnos con incomodidad o incluso con rechazo. Porque, al final, nuestro objetivo no es ser aplaudidos por todos, sino ser fieles a Aquel que nos llamó, recordando siempre que si el mundo nos odia por causa de Cristo, vamos por el camino correcto.

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