No fui formada como quise… fui formada como Dios quiso

No fui formada como quise… fui formada como Dios quiso

(Tomado de un diario secreto 22/mar/2018)

Cuando apenas tenía veinte años, me encontraba sumida en pensamientos que cuestionaban el rumbo de mi vida. Me pasaba especialmente cuando escuchaba o leía historias sobre otras jóvenes cristianas que, desde niñas, habían estado profundamente involucradas en el servicio en la iglesia. Muchas de ellas crecieron en un ambiente donde la participación activa era constante: lideraban ministerios, cantaban, organizaban eventos, y ahora, siendo de mi edad o incluso mayores, seguían caminando por ese sendero. Algunas están casadas con hombres cristianos, muchas de ellas con predicadores, y aparentemente llevan una vida estable, feliz, sirviendo juntos a Dios tanto en la iglesia como en la comunidad.

Al conocer esas historias, no lo voy a negar, sentí tristeza. Me hubiese encantado haber crecido así, más involucrada, más presente, más activa. Pero mi historia fue diferente. Por diversas razones, circunstancias que escapaban de mis manos, no pude vivir esa experiencia de forma completa. Tuve oportunidades, sí, pero fueron esporádicas, ocasionales, sin continuidad.

En ese entonces, llegué a deprimirme. Sentía que había perdido un tiempo valioso, que había fallado en algo esencial. Sin embargo, en medio de esa lucha interior, Dios me habló de una forma sutil pero muy clara. Me hizo entender que, aunque no lo comprendía en ese momento, Él había permitido cada cosa en mi vida por un motivo. No para castigarme ni excluirme, sino para formarme, para llevarme por un camino distinto, pero igualmente valioso y lleno de propósito.

Con el tiempo, entendí que estar completamente sumergida en actividades dentro de la iglesia no siempre garantiza una vida de comunión con Dios. Lo digo por experiencia propia.

Hubo una etapa en la que estuve muy activa durante casi dos años: participaba en todo, servía con entusiasmo, estaba presente en cada reunión... pero, paradójicamente, comencé a alejarme de Dios. Las múltiples ocupaciones comenzaron a robarme el tiempo de intimidad con Él. Mi corazón se fue llenando de rutinas, de deberes, de exigencias… y poco a poco fui perdiendo la conexión con lo más esencial: su presencia. No fue algo inmediato, pero sí notorio. Y cuando tomé la decisión de salir de esa iglesia —por razones de doctrinas confusas, maltrato verbal disfrazado de autoridad espiritual y el peso constante de las cargas del servicio— pude respirar de nuevo. Lejos de sentirme culpable, sentí una profunda libertad. Pude reencontrarme con ese Dios que no me exige rendimiento, sino amor sincero.

Ahora bien, quiero ser clara: esta fue mi experiencia. El hecho de que a mí el servicio me haya alejado de Dios en ese momento no significa que sea así para todos. Hay muchas personas a quienes Dios ha llamado al servicio activo desde jóvenes, y han logrado mantener una relación cercana, profunda y constante con Él. Su ejemplo me edifica. Su entrega es real. Yo no estoy en contra del servicio dentro de la iglesia; simplemente he aprendido que no todos estamos llamados a caminar el mismo trayecto de la misma forma, y que lo que a uno le edifica, a otro puede agotarlo o desviarlo si no es lo que Dios quiere para ellos.

Siempre he sentido que Dios me ha rodeado de personas que desean conocerlo más, que anhelan aprender de Él. Tal vez ese ha sido siempre su propósito conmigo: formar parte de los que siembran en lo cotidiano, de los que llevan luz a lugares donde Él es poco conocido o completamente ignorado. Aunque en mi corazón aún existe un deseo de participar activamente en el servicio eclesiástico, hoy reconozco que mi llamado tiene un enfoque diferente. Como Jesús mismo lo dijo: “no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos”. Y yo creo que hay muchos “enfermos” afuera, lejos de los templos, que necesitan escuchar de Dios.

Mi vida no se parece a la de aquellas jóvenes que crecieron en un ambiente estable dentro de una misma iglesia. He pasado por diferentes congregaciones, y aunque esa inestabilidad a veces me hizo sentir fuera de lugar, también me permitió ver diversas expresiones de fe. Pero algo se ha mantenido constante desde mi infancia: el anhelo profundo de estar en la presencia de Dios. Desde niña he sentido un gozo especial al hablar con Él, al buscarlo en la intimidad. Creo que fue en esos momentos secretos donde Él más me cimentó y formó mi fe.

Mi mayor deseo no es ser reconocida por personas ni alcanzar logros visibles. Mi anhelo más profundo es que Dios me conozca y me reconozca como su hija fiel. Quiero agradarle con todo mi ser y estar involucrada en aquello que Él ha preparado para mí, para así cumplir el propósito que diseñó desde antes que yo naciera.

Recuerdo algo muy significativo desde mi infancia. Mi madre me contó que, cuando era más joven, le costaba quedar embarazada. No era imposible, pero sí difícil. Cuando finalmente quedó embarazada de mí, el embarazo fue complicado. Hubo momentos de gran preocupación, y pensó que podía perderme. Fue entonces cuando, inspirada por la oración de Ana en 1 Samuel 1, oró al Señor y le hizo una promesa: que si yo nacía con bien, tanto ella como yo le serviríamos a Él. Esa historia marcó mi corazón desde muy pequeña. Siempre creí que, como Samuel, debía estar muy involucrada en la iglesia, creciendo allí, sirviendo allí. Pero con el tiempo entendí que los tiempos cambian. Que la historia de Samuel fue en una época, y la mía en otra. Dios sigue siendo el mismo, pero sus métodos son diversos.

Samuel creció en el templo y tuvo una relación profunda con Dios desde allí. Yo, en cambio, tengo el privilegio de poder hablar con Él, buscarlo, adorarlo y profundizar en mi relación con Él desde cualquier lugar, gracias a la obra redentora de Cristo. Y aunque reconozco que tengo muchas falencias, también he visto la misericordia de Dios día tras día, cuidando que nunca me aparte del todo, ayudándome a fortalecer nuestra relación.

Mi esperanza es que, al final de mis días, pueda mirar atrás con paz y gozo, sabiendo que caminé con Dios, que le conocí y le amé con sinceridad. Que Él pueda mirarme y decirme: “Bien, sierva buena y fiel.”

Y finalmente, algo que también he aprendido con los años: no debemos generalizar. La vida de cada hija y cada hijo de Dios es única, y así también lo es su relación con Él. No todos debemos vivir nuestra fe de la misma manera. Somos un cuerpo, y cada parte tiene una función distinta. Solo hace falta leer la Biblia: todos los hombres y mujeres usados por Dios vivieron en contextos distintos, con misiones únicas, pero todos formaban parte de un plan mayor. Lo mismo sucede hoy. Dios trata a cada uno según como nos creó, y aunque sus tratos sean distintos, su amor es el mismo para todos.


Comentarios