Para esos días grises frente al espejo.
Para esos días grises frente al espejo
Hubo un tiempo en mi vida en el que, por varios días seguidos, me invadía un sentimiento de inconformidad conmigo misma. Me miraba al espejo y no lograba reconocer nada que me agradara: sentía que era una persona fea, mi físico me disgustaba, mi piel demasiado delicada me incomodaba y mi cabello, rebelde e incomprensible, parecía acentuar más mi malestar. Trataba de convencerme de que todo estaba bien, de que no debía darle tanta importancia, pero por más que lo intentaba no conseguía salir de ese estado de tristeza que poco a poco me hundía en una especie de depresión silenciosa.
Fue en esos mismos días cuando decidí visitar a una prima muy querida, que tiene dos hijas pequeñas. Al llegar a su casa, la niña de apenas un año se sentó a mi lado con esa calma que solo los más pequeños pueden transmitir, mientras que su hermana, de cuatro años, permaneció de pie frente a mí. Lo curioso fue que no dejaba de mirarme con mucha atención, como si buscara descubrir algo en mi rostro. Yo no comprendía lo que pasaba por su mente infantil, hasta que, de repente, dijo con espontaneidad: “Ay mami, nuestra prima sí es linda”.
Sus palabras, tan simples y tan puras, me sorprendieron y al mismo tiempo me conmovieron profundamente. Mi prima y yo nos miramos y sonreímos con ternura ante la inocencia con que aquella pequeña expresó lo que sentía. Sin embargo, para mí no fue solo un comentario ingenuo de una niña, sino un bálsamo que llegó en el momento justo. Fue como si esas palabras hubieran sido puestas en sus labios para recordarme algo que yo había olvidado: que la belleza que Dios me dio sigue estando en mí, aunque a veces mis propios ojos se nublen y no logren verla.
En ese instante, sentí una paz especial en mi corazón. Le agradecí a Dios en silencio, porque comprendí que Él había usado a una niña, con toda su inocencia, para darme consuelo y levantar mi ánimo. Me recordó que Él siempre está presente, incluso en los detalles más pequeños, atento a mis luchas internas y a esas molestias que, aunque parezcan insignificantes, pesan en el alma.
Gracias, Señor, por nunca olvidarme, por mostrarme tu amor en maneras tan inesperadas y por recordarme, a través de una voz infantil, la hermosura de tu obra en mí.

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